¿AMAMOS EL PELIGRO?

27.10.2012 00:32

 

                  ¿AMAMOS EL PELIGRO?

                                                    
     Los antropólogos e historiadores de cualquier  otra civilización que resultase muy posterior a la nuestra, podrían sospechar que estos humanos de hoy –antiguos para ese entonces- éramos adictos al peligro y disfrutábamos viviendo en él. Suposiciones equivocadas, sin duda, pero, en verdad, estamos dejando muchos indicios que autorizarían a llegar a semejante conclusión. 
       En realidad, lo que nos fascina no es el riesgo personal (los deportes extremos no cuentan con tantos participantes dispuestos a ponerles el cuerpo) sino el peligro como espectáculo, la visión de escenarios donde otros se arriesgan y nosotros permanecemos cómodamente a salvo. 
        Es lamentable que esa noción de impunidad personal y de “cosas que le suceden a otros” se traslade a muchos -demasiados- de aquéllos que tienen la obligación irrenunciable de proteger a la sociedad en su conjunto o bien a sectores específicos de ella  que  olvidan sus responsabilidades.   
        Hoy, la ciudadanía local y la de buena parte del país, así como los medios de difusión, se encuentran conmocionados por la horrible e inadmisible muerte de una mujer que cometió el error –que tantos cometemos a diario- de abordar un auto de remisse con la equivocada idea de que su chofer era una persona confiable en todo sentido, avalada por la empresa que ofrecía el servicio y por los controles  correspondientes ejercidos por los diferentes estamentos del estado, y no un delincuente de la peor especie y –agregado atroz - con siniestros antecedentes y liberado a pesar de ellos.    
       Tamaña sacudida será como un terremoto: esperamos que la vorágine de medidas que de pronto se implementan para conjurarlo se concreten realmente y permanezcan en vigencia a lo largo del tiempo y que no amainen junto con las réplicas del sismo. 
       Con mucho dolor se comprueba –una vez más- que, para que se tome la decisión de supervisar e inspeccionar exhaustivamente todas las actividades de las cuales dependen vida y salud de la comunidad, pareciera que sólo pudiésemos avanzar a costa de víctimas y cadáveres (1). Más ominoso  todavía, para que nos conmuevan y nos pongan en movimiento, los desenlaces trágicos deben ser inmediatos y brutales. Pero, por sobre todo, inmediatos. Porque cuando los hechos –por espantosos que sean- se distancian un poco de sus consecuencias, ya no se los toma en cuenta.  Es así como de pronto llegan a conocimiento público largas  listas de denuncias de agresiones y amenazas de parte de un mismo individuo, denuncias  que se cajonean hasta el momento en que comete el asesinato anunciado. 
        En ese mismo sentido, se construyen edificios endebles pero muy rentables... hasta el día fatal en que se vienen abajo o hasta que provocan el derrumbe de viviendas aledañas. Enormes camiones de transporte de combustible ingresan a la ciudad en horas del día y proceden a abastecer a las estaciones de servicio. Del mismo modo, otros camiones, igualmente grandes, en cualquier horario, transitan alegremente por la ciudad, centro incluido.  ¿Hace falta que se produzca  un siniestro de proporciones? Observen que no escribimos “accidente”, porque en tales condiciones el desastre no sería “accidental”.  
     Meses atrás corrió cierta inquietud con motivo del incendio que se desatara en pisos ocupados por la Cámara de Diputados en el edificio del Nuevo Banco del Chaco. A partir de entonces ¿se adelantó algo en materia de seguridad contra incendios en otras construcciones? 
      En otro orden de cosas, más allá de los decomisos de alimentos en mal estado o de medicamentos irregulares (los que constituyen actos efectivos pero que se concretan en el punto extremo) y de las eventuales inspecciones sobre su elaboración ¿qué insoslayable formación se les imparte  a quienes trabajan en ese campo? ¿Se vigila la continuidad de la cadena de frío?   Aclaro que no contamos con información al respecto pero algunas anécdotas en esta área provocan cierta suspicacia.  
      Exactamente la misma omisión y sordera rigen para muchos otros hechos terribles que no son vistos como tales porque los damnificados casi no enferman enseguida (y si así fuera se “minimizan” su padecimientos), lo hacen más tarde, se altera su ADN (lo que no se advierte a simple vista pero afecta gravemente a generaciones futuras)  o mueren más lentamente. Es lo que ocurre con la contaminación y, entre sus múltiples formas, particularmente con las fumigaciones con agrotóxicos que se concretan impunemente sobre viviendas, escuelas, personas a la vista, reservorios de agua, cultivos de pequeños productores o de subsistencia, animales domésticos, fauna y flora. Y lo que es peor, se admite que las distancias mínimas que se establecieron para dichas prácticas, de acuerdo con una ley que no fue consensuada  en esas condiciones, puedan reducirse a criterio de las autoridades y según las circunstancias.  Lo que se condice  con la actitud de generales que dirigen las batallas a buen resguardo. Lejos del  frente,  no cultivan su propia huerta para poder comer, no suelen beber el agua de la canilla ni tampoco envían a sus hijos a escuelas rurales, ni siquiera, generalmente, a escuelas del estado.  El peligro es ajeno, o al menos eso parece, como en las series de acción que vemos en la tele arrebujados en un sillón.  
CLARA RIVEROS SOSA (publicado en Diario La Región, 27 de octubre de 2012...
    
(1) Recordemos que para que se terminara con el servicio militar obligatorio, pese a que eran plenamente conocidos los maltratos y atropellos  para con los conscriptos que  se cometían durante el mismo, fue menester que el asesinato del soldado Omar Carrasco, consumado en marzo de 1994, obrara
como detonante. 
 
 

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