APRENDIENDO A NO CREER

23.09.2015 17:46
Por Víctor Krieger Fabbroni:

En mi pueblo de Bandera, provincia de Santiago del Estero, hace ya mucho tiempo planté un pequeño retoño de Palta.

            Desde entonces, nos vimos creciendo “juntos” conforme nuestra disímil naturaleza.

Yo le brindaba atención y ella debía retribuirme con frutos. Nada extraordinario en mí, ni en ella. Una planta, una persona con aspiraciones recíprocas y la naturaleza fértil, acogedora.

Me contó que algunos la llaman Aguacate, pero prefiere su nombre quichua “Pallta”. Que mi casa, la suya, tal vez fue el último vocablo quichua del Suyo Sudeste del gran Tahuantinsuyo Inca. Que no le importa porque eso no significa nada: llamen como la llamen no menguará defectos ni realzará virtudes, si son ínsitos.

Pero no todo era armonía en el patio de mi casa. Persistentemente me recriminó no haya plantado un Pallta compañero; que debía hacerlo porque así lo dispuso la madre naturaleza. Y me habló de esa cosa complicada de tener, en simultáneo, los dos sexos; un día uno, otro día otro. También me advirtió, con tristeza, sobre las consecuencias compartidas por no saber escuchar…

Con el tiempo yo pinté canas y perdí algunos dientes; ella creció tanto que sobrepasó a las demás plantas y la altura de los techos.

Ahí fue que cometimos el máximo error: yo empecé la bajar la cuesta de la vida sin estar preparado para enfrentar la contingencia, y ella asomó demasiado sobre la barrera protectora de las paredes que, olvidé decir, están en el centro mismo del pueblo.

Nada sabía yo de la vejez y nada sabía ella sobre lo que traía o llevaba el viento que creía amigo porque, casi siempre, algo tenía que ver con promesas de lluvias necesarias y refrescantes.

Casi llegado el verano, dejó de hablarme.

-Pensé: “Si que me habla, pero es tanta su altura que no la escucho”. Además, ya me falla un poco el oído.

Entonces, todos los días miraba sus brotes más altos esperando escuchar.

Como escuchar, nunca volví a escucharla, pero vi como esos brotes comenzaban a cambiar de color y caían algunas hojitas acá, o allá vestidas de sepia.

Desesperado le pedí que resistiera, que conforme me pidiera ya había plantado “tres compañeritos” a pocos metros de ella.

Esperé y esperé alguna mejoría. Pero no fue así; me demostró con gráfico silencio que no podía, que no habría frutos, que su muerte era irreversible porque así “están pensados los venenos”.

Ya terminó su agoniza por acronecrosis regresiva, muerte vegetal que produce el 2.4D, RoundUp, Glufosinato, Atrazina y otros venenos sojeros que han ganado los cielos de los Pueblos Fumigados.

Hoy mi planta de Pallta es un madero seco, si, pero ”me mostró” tres cosas:

 

1-    Que nunca me atreva a vulnerar los límites del techo, ni asome la cabeza haciendo diferencia en el entorno criminal.

2-    Que deberé ocuparme de las palltas pequeñas para que jamás superen el estándar protector de las paredes y no la lastimen vientos ominosos nacidos allende los mares.

3-    Que murió segura que eso puedo hacer. Detener los venenos del agro y la corrupción maldita, no. 

 

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