LOS ÁRBOLES DE LA VIDA

02.09.2012 00:53

 

            LOS ÁRBOLES DE LA VIDA
                                                               Clara Riveros Sosa
                          "De qué sirve una casa si no se cuenta con un planeta tolerable donde situarla".
                                  Henry David Thoreau (1817 –1862). Escritor y  filósofo estadounidense. 
Mucho antes de la primavera algunos árboles de la ciudad aparecieron de pronto exhibiendo unos extraños brotes multicolores. Ni flores ni frutos: entusiastas grupos de jóvenes artistas (o por lo menos con almas jóvenes y de artistas) los adornaron con tejidos y adornos que envuelven parte de troncos y ramas o cuelgan alegremente de las copas. Tan insólita vestimenta obliga a los transeúntes distraídos a levantar la vista y, por mayoría, sólo ahora toman nota de la existencia de tan  bellos ejemplares bajo los cuales circulaban a diario y durante años.  
      El liviano ropaje con que los han  señalado resalta y alegra sus presencias y no humilla ni daña a los árboles como los carteles, los pasacalles, los ganchos para colgar las bolsas de basura y otros agravios que se consuman con total liviandad e impunidad. Justamente, esta cruzada urbana que así  los expone a las sorprendidas miradas de los resistencianos, se encuentra empeñada en llamar la atención sobre el valioso patrimonio verde y sombreado que compartimos y en intentar que se reviertan las habituales costumbres predatorias con que se  lo afecta y destruye, aquí, en una ciudad de intensos y prolongados veranos, en una capital cada vez más acalorada y también cada vez más, sellada por el cemento.   Con esta sonrisa que se les coloca a los árboles, con actos de resistencia ante la podas y talas insensatas y con performances e intervenciones concientizadoras, actos acompañados de reclamos a las autoridades tanto como de apelaciones a la ciudadanía, se  desea y espera detener el maltrato y la devastación que se les inflige a estos seres vivos y bellísimos, terráqueos como nosotros, solidarios “culpables”, junto a las praderas oceánicas de algas, de la hechura de la benigna atmósfera terrestre que dio cabida a una vida inexistente en otros planetas, sin olvidar cuánto enriquecen, además,  la calidad de la nuestra.
        Casi como una constante, siempre que se quiere defender a los árboles (lo mismo ocurre con los bosques,  los animales silvestres, los paisajes y  tanto más) para no ser tachados de románticos (¿es ésa una descalificación?) se recurre a enumerar las innumerables ventajas prácticas y tangibles  que acarrea su presencia. Quedan casi descartadas las referencias a su belleza y al equilibrio espiritual que fluye cuando coexistimos con la naturaleza y quedan al alcance de nuestros sentidos sus más admirables expresiones, grandes y pequeñas.  Somos naturaleza y en ella nos sentimos bien. Digan si no, quién, deseando relajarse, programa un picnic en medio de la concurrida calle peatonal o planea pasar unas fantásticas vacaciones en un departamento del microcentro.  Y por el contrario, quién  no ha experimentado paz y plenitud contemplando un atardecer sobre el río, cuando el viento se duerme y sólo murmura el agua; o llevado a sus hijos a corretear en un área verde mientras los vigila tranquilamente recostándose en un tronco amable.  Apenas unas pocas horas pero que nos devuelven a la vida urbana y a las urgencias diarias con recuperada energía...y con más ganas de repetir tales vivencias.   
        Personalmente, pocas tareas me caen menos simpáticas que refregar ollas, sin embargo no recuerdo haberlo hecho nunca tan a gusto como en cierto tiempo en que la ventana de la cocina me enfrentaba a la inmediata ladera de un cerro.  Y hoy es un placer cotidiano que ramas y aves libres, siempre cambiantes, rocen los cristales del piso alto en que vivo. 
                Supe de personas que, cuando permanecieron internadas en salas de terapia intensiva, se sintieron beneficiadas al estar  sus camas ubicadas junto a ventanas que dejaban pasar la luz del día y por  las que ¡asomaba un árbol!  No perdieron la conciencia del tiempo (veían su transcurso) y estaban pendientes de las brisas que movían el follaje, de los brotes que se abrían y de algunos pájaros que se posaban. Mientras, ellas se evadían del mundo de sufrimientos en que se hallaban inmersas y cobraban interés en el ambiente de afuera y fuerzas para regresar a él.
        Insistimos con Thoreau: "Hay momentos en que toda la ansiedad y el esfuerzo acumulados se sosiegan en la infinita indolencia y reposo de la naturaleza".
       La figura del árbol, con sus raíces en lo profundo de la tierra y su copa que tiende al cielo, suscita la inmediata imagen de un puente que conecta ambos niveles del universo. Los pueblos antiguos la entendieron como tal y la presencia del árbol cósmico se reitera en diversas y distantes culturas como maravillosa vía de doble mano y como representación y compendio del enigma de la vida.  Mircea Eliade, el prestigioso historiador de las religiones, lo expresa así: “…el misterio de la inagotable aparición de la Vida va acorde con la rítmica renovación del Cosmos. Por esta razón se concibe al Cosmos como a un árbol gigante: el modo de ser del Cosmos y sobre todo su capacidad de regenerarse sin fin, se expresa simbólicamente en la vida del árbol.”  
       En esta época, arrasadora de todo lo sagrado, la atención constante de los ambientalistas puesta en  estos seres naturales ha sido ridiculizada en muchas ocasiones queriendo mostrarla como una especie de idolatría del árbol. Obviamente que esas manifestaciones provienen de una escasez de inteligencia y sensibilidad o bien de intereses en pugna con la existencia de árboles y bosques. 
       Bienvenidos entonces todos los esfuerzos de la gente con sensibilidad ambiental por rescatar y conservar aquello que embellece, sana y eleva la vida. Nos acucian, sin embargo, ciertas inquietudes: ¿Defenderemos, amén de los montes y selvas, solamente la forestación  alineada en calles y paseos públicos o nos tendríamos que extender a los pulmones de manzana, cada vez más desprovistos de todo verdor y más impermeables, tristes y sofocantes, cubiertos de construcciones y baldosas?  Y ¿dónde pondremos los muchísimos árboles que necesitamos desesperadamente para mejorar el clima urbano, haciéndole frente a la mega “isla de calor” en que hemos convertido a Resistencia (y a toda la región)? ¿Dónde, si desaparecen -uno tras otro- los espacios verdes devorados por la codicia inmobiliaria?
       Hasta pocos años atrás, las condiciones del ambiente de Resistencia hubiesen facilitado la instrumentación de una reserva natural urbana (o de varias), propuesta nada utópica por lo poco gravoso y casi austero del equipamiento y mantenimiento que requiere y por la preexistencia de lagunas naturales con su invalorable aporte paisajístico y húmedo. Pero ¿qué espacios aun quedan disponibles para dicha reserva? ¿Qué lagunas persisten que no estén reducidas a su mínima expresión, casi de muestra, y cuya vegetación y fauna autóctonas no hayan sido ahuyentadas o exterminadas? 
        Muchas ciudades de Europa, nada beneficiadas como la nuestra con suelos y clima aptos para tal fin, y carentes de tan abundante biodiversidad, han incluido reservas naturales no sólo en la periferia sino inmersas en plena trama urbana. En todos los casos se las instrumentó y gestionó en abierto diálogo y participación con la comunidad, y se las creó a partir de terrenos que, la mayor parte de las veces, no fueron rescatados sino completamente reconstituidos (incluso levantando cemento), hasta lograr muestras representativas del ambiente natural de antaño. Esos refugios son mantenidos con  manejos adecuadamente planificados y mediante la colaboración de voluntarios, estudiantes y científicos que no vacilan en acudir debido a la activa política de integración con la sociedad que lleva a la práctica la administración de cada reserva. Los visitantes de esas áreas tan especiales, tanto locales como forasteros, las recorren con gran comodidad: se hallan muy cerca de sus hogares o alojamientos.    
       Con algo de vida silvestre todavía a nuestro alrededor, es una grave omisión haber consentido en la pérdida de espacios que podrían haber representado un impacto positivo e importante en el desarrollo auténticamente sustentable de la ciudad, en su educación, en su sensibilización, y como medio de percibir y comprender el ambiente, única vía para llevar adelante acciones en su favor y mejora.    
      Ningún habitante de la ciudad entenderá cabalmente lo que representa un bosque si jamás disfrutó de la vivencia de internarse en uno, y –peor- si los bosques que aun se conservan le van quedando cada vez más lejanos, más devastados y desprovistos de su esplendor original.  A menos que esto sea a lo que se quería llegar. 
 

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