Silvana Melo (APE)
José murió en el Garrahan, envenenado. La tierra estaba embebida de clorados.
El modelo extractivo no incluye la vida. Menos aún aquellas vidas anónimas, de gente pequeñita, que llegó a deshora a un mundo para otros. Menos aún para las vidas confinadas a una parcela mínima en medio del negocio. Que se las arreglará más temprano que tarde para sacárselas de encima. Con la policía, con las patotas, con el cianuro en el agua o fumigándoles la casa y la piel. Como a la mala hierba. La soja modificada genéticamente resiste al glifosato y ve, desde su púlpito, extinguirse al pasterío indeseable. Pero los niños no tienen modificación genética. Y suelen morirse como los pastos.
Un año atrás dos vecinos de José, Nicolás Arévalo y su prima Celeste Estévez, caminaban por los sembrados en Lavalle, hundiendo los pies en el barro. Por su piel penetró el endosulfán, el mismo veneno atroz que mató a José. Un clorado prohibido en casi todo el mundo pero que en un par de países de América Latina sigue aplicándose. Nicolás no pudo resistirlo. Tenía cuatro años. A los niños de tierras perdidas los persigue el hambre, el gatillo fácil, el paco o una nube tóxica. Como los químicos asimilables al napalm que enfermaron de cáncer a Ezequiel, de siete años, en Nuestra Huella. Murió hace dos años de un tumor cerebral, después de haber apilado miles de huevos desde los cuatro. Embarrado de estiércol y agroquímicos.
Los niños de tierras perdidas son débiles como la hierba.
En Misiones, 5 de cada 1000 niños nacen con malformaciones, según el informe del doctor Juan Carlos Demaio, jefe de cirugía del Hospital Provincial Ramón Madariaga. La mayoría, en las zonas tabacaleras y papeleras. Los agrotóxicos matan lo que se le interponga al cultivo. Se cuelan en el ambiente, en el agua, en la dermis de la tierra.
En siete años fueron cayéndose muertos uno a uno. Los primitos Portillo vivían en el paraje rural del Tala, en Entre Ríos. Habían quedado presos de las plantaciones de soja. Rodeados en su pequeña casita, en la única tierra suya, que les fue respetada apenas. Entre 2000 y 2007 fueron fumigados como al junquillo, atacados como a la peor maleza. Pero el junquillo resiste más que Alexis, de un año y medio. Que Rocío y Cristian, de ocho. Que se extinguieron como luciérnagas en el día. Sin poder pelearle a nada.
“Cuando fumigaban, nos encerrábamos en la pieza. Por días nos dolía la cabeza, picaba la garganta y ojos. Y si llovía, el arroyo de casa bajaba con peces muertos. En el campo hay palomas, perdices y liebres muertas, nada deja el veneno”, dice Norma, la mamá de Cristian. En Gualeguaychú culparon a la sangre (los papás eran primos). Después, a una bacteria desconocida. Por último a la supuesta desnutrición de los chicos.
Los niños de las tierras perdidas son débiles como la hierba. Y el poder económico los tala como a los montes.
El endosulfán, el glifosato y todos sus socios, amigos y parentelas son los dioses potentes del modelo extractivo que no deja hierba en pie. Ni pulmones ni niños ni tierra para jugar ni barro donde hundir el pie. Cómplices directos del cianuro que envenena el agua. De la topadora de los monstruos que construyen poder y riqueza sobre la piel de las vidas nuevas. Sobre los pedacitos de porvenir que intentan resistir a la agonía de sus cielos y de sus pájaros.